domingo, 13 de junio de 2010

Doce


Matilde había salido a dar una vuelta por la playa, le gustaba mirar a las personas, las historias que contaban con las ropas que usaban, con lo modos, tan acorde siempre con los paisajes y el clima. A ella le encantaba desencajar, no porque si, no era rebeldía barata, simplemente ella quería ser diferente, no estaba enojada con el mundo, ni lo miraba desde arriba, de hecho le encantaba que fuese así, tan fácil de desencajar, tan imposible de volverlo a poner en su lugar.
Pero la cuestión aquí no fue el paseo de Matilde, siquiera la conversación que tuvo con un viejo pescador de la zona, hombre de mucho dinero, dueño de embarcaciones, quien le ofreció, a pesar de su rectitud moral y su firme creencia en Dios y los santos y el día del juicio en el que los pescadores serán arrancados de esta tierra, dejar a toda su familia y sus posesiones en la costa e irse con ella a altamar a empezar otra vez. Según el caballero con un barco y algunos billetes él le daría la mejor vida que pudiese imaginar en cualquier puerto y la llevaría a recorrer el mundo. Matilde le contestó que deje de decir tonteras y que haga eso con su mujer, antes de que ambos se mueran sin siquiera saber porque se eligieron.
Pero yo insisto, aquel no era el tema de este relato, a pesar de que Matilde, diez minutos después de dejar al pescador decidió meterse en la iglesia de la zona y cuando vio a las mujeres arrodilladas, con las manos juntas, recitando padres nuestros y aves marías con fervor y devoción no pudo evitar juntárseles, y ella también se arrodilló, y resó junto a las señoras, y según se comentó durante mucho tiempo aquel rezo conmovió al Señor quien sabe por qué, pero todas las palomas empezaron a volar por el techo de la iglesia, desconcentrando a todo el mundo, y un rayo de sol entró justo por la ventana, apuntando a un costado de Matilde, como acompañándola sin tocarla, y todos hicieron gran escándalo, y ella, como si nada de esto pudiese afectar su concentración, siguió allí, orando sin mover la boca, con la frente bien en alto, con las señoras mirando consternadas, con el alma sin pena.
No son esas las historias de este cuento, sino lo que Sixto estaba haciendo mientras tanto, sentado en su casa, leyendo un libro sobre la ética de la geometría. Es que lo que Sixto hacía no tenía la relevancia o el encanto que derrochaba Matilde, muy por el contrario, aquel era un hombre torturado. Aquel libro, que pretendía de la justicia de las formas y la perfecta concordancia entre las propiedades de las figuras no interesaba ni en lo más mínimo al intelecto de Sixto, pero aquella lectura pesada, en la que las palabras se repetían sin que el buscase conectar mediante el sentido lo pronunciado por el texto, aquella forma de leer en la cual la conciencia se adormecía era un viaje por el cual el pensamiento se liberaba del texto, escapándose por la mismísima literatura, creando historias que nacían de leido, pero que rápidamente se emancipaban y recuperaban su propia libertad, haciendo de aquel arte inexistente un virtud inapreciada de Sixto Solar. Siquiera él mismo conocía las consecuencias que aquellos relatos tenían en su personalidad, es como si algo quedase escrito en él, de una manera que su personalidad no cambiase, pero que encarnizaba su encierro y su potestad sobre el mundo en el que reinaba.
Particularmente en ese momento, en el cual Matilde se daba a conocer con esa gracia y naturalidad por todo el cerro con fama de santa Sixto Solar conversaba con una situación acontecida muchos años atrás, casi en su primera infancia, en la cual él estaba sentado en el cordón de una vereda mirando mientras las niñas de su vecindad jugaban con todos los niños menos con él. En ese viaje Sixto Solar recorría el tiempo explicándole al recuerdo de esos niños porque él no podía jugar con ellos. No es que no quisiese, lo que pasaba era que todos ellos deberían cambiar un poco para entenderlo, y eso era saludable en cierta medida, porque todos los juegos deberían tener un espacio y personas, y en algún momento deberían sentarse y escucharlo en lugar de pensar que él era raro. Lo que pasaba era que allí sentado, así como él sentado leyendo y el libro, le gustaba más de jugar con lo que no pasaba. Allí Sixto les explicaba que la vida sería difícil para todos los que estaban presentes porque en ningún momento volverían a tener lo que Sixto les estaba quitando en ese momento, y eso era la capacidad de jugar y que todo lo demás desapareciese. Es que la imaginación de Sixto implicaba la posibilidad de representar aquella instancia, y que ellos eran allí, excluyéndolo sin prestarle atención, la posibilidad de que aquel momento vuelva a vivir muchos años después, en la memoria del niño sentado sobre el cordón de su propia infancia.
En ese momento Sixto notó con culpa que otra vez había perdido la lectura del libro. Ya no sabía en que estaba el relato, pero aquello tampoco le interesaba mucho. Prefirió, en lugar de seguir jugando con la memoria, ir a afeitarse. Y eso es lo verdaderamente importante para este relato, nada estaba pasando allí, era solamente él frente a un espejo, pero si Usted imagina el pequeño baño que Sixto tenía, con ese espejo desgastado, con la brocha gorda y la espuma de jabón recorriendo su cara, con los rasgos marcados del viejo Sixto estirando la pera sin abrir los labios, toda aquella escena tiene un interés estético, solamente porque Sixto Solar siempre se sentía hermoso cuando se afeitaba.

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