sábado, 3 de julio de 2010

Uno


Detrás de todas las puertas se encuentra el frío. Las cucharas buscan un poco de sopa caliente, y Sixto Solar esconde entre sus viejas ropas la foto de su difunta esposa. No suele sacarla, pero aquella mañana tuvo que mirarle los ojos una vez más, tuvo que viajar entre los años, llegando desde el recuerdo a las plazas de los viejos barrios, creando en el mundo una fisura que hace existir lo que queda guardado en la memoria de la realidad. Ya no tenía sus besos o sus peleas, aquella extraviada mañana sin ruidos lo hizo verse ajeno, fue como si se permitiese algo que había escondido para no morir de tristeza, fue recuperar aquella muerte prematura.
Lo que escondemos. Algunas cosas quedarán en su lugar mientras sean subterráneas, la mesa de los domingos nunca escuchará sobre una parte de lo que hacemos y Sixto era un hombre repleto de secretos. Pero a aquellas alturas había incorporado en sus hábitos al silencio como parte de su vida,y otras cosas que él sabía hacer, sin que eso implique el conocimiento de los otros sobre lo que hacía. Era imposible para él que su mujer entendiese sus hábitos, había muchas cosas que estaban bien así, como estaban. Sin que existiesen, excepto en los ojos de Sixto Solar.
En los años en los que conoció a su mujer supo lo que el amor le hace a las personas. Ella lo quiso tanto que le salvó una parte de su vida. Ella sabía todo lo que tenía que saber. Sabía sufrir por amor. Sabía saber que los secretos existen. Sixto Solar encontraba siempre los momentos para besarla y amarla, y también los momentos para esconderle. Sixto Solar fue el único hombre que logró conocerse, y que por eso se sintió miserable. Todo lo que hacía era saber y sufrir, y reconocer que las decisiones que lo hacían lo que era las había tomado con plena conciencia. Era por eso que se escondía, ¿Qué sentido podía tener? Ya no estaba interesado en explicarse, en regalar sentido, y lo que se veía de lo que era tenía todas las intensiones de ser difícil de digerir. La única que lo comprendió en todos esos largos años fue su señora, Matilde Centurión. Cuando lo vio desnudo maldijo a la vida por necesitar que las personas sean también así. Quizás por eso lo amó tanto y a pesar suyo. Donde nadie llegaba los besos de Matilde curaban, pero las llagas igual sangraban, los dedos de Sixto curtidos por el agua de mar, por los cayos de la tierra, por la necedad de los hombres, por la infinita soledad de los días.
Sixto Solar no pudo estar ebrio ni un solo día de su vida. Apenas dormía. Tenía el corazón partido, y a penas dormía.
El último día de su vida fue cuando murió su mujer. Matilde estaba sentada sobre una silla de madera pintando mal un florero en una hoja de un árbol viejo muy alto. Las hojas no caen en esa época del año. Sixto Solar estaba en la cocina, lavaba la losa mientras pensaba que su hermano, alguna vez antes de morir, recordaría que cuando fueron niños, mientras lloraba porque estaban peleando, le pidió un abrazo para perdonarse por la pelea, con los mocos colgando, con las lágrimas secas, y Sixto le pegó en la boca del estómago, buscando el diafragma, dejándolo sin esperanzas para el resto de su existencia. Lavaba el fondo de la olla dejando dibujos con la mugre que no se quitaba. No escuchó ningún ruido, en la olla había quedado una mujer de larga nariz y ojos tristes. Los vecinos contaron que, desde la costa, se vió una larga y alta ola que hizo gritar a todos. Salieron corriendo. Pero la ola no tocó ni las colillas de los cigarros. Entró violenta y despiadada, misericordiosa y justa. Cruzó por entre las personas, subió los cerros sin lastimar los vidrios de las ventanas, siquiera dejó mojadas las calles, pero con precisión de diablo dobló en todas las esquinas que tuvo que doblar, bordeó el árbol del patio de Sixto y se comió a su mujer. El mar pudo haber destruido la costa, pero eligió cobrarse una mujer. Si a Sixto le hubiesen preguntado, él hubiera dado su vida sin pensarlo para que se perdone a la costa del cerro de su casa. Pero jamás hubiera entregado a Matilde. El dibujo que ella estaba haciendo en la hoja quedó en el suelo. Sixto, por algún motivo, siguió lavando los platos y los vasos y los cuchillos, pero no tocó las cucharas. Los lavaba una y otra vez, aunque ya estuviesen limpios, sin darse cuenta de su derredor. En la costa los vecinos hablaban sobre el mar como un fantasma, contaban en vos baja todas las cosas que los otros habían hecho, todo lo que podría haber hecho enojar al mar. Aquello sirvió para que se pelen varios cueros. Pero nadie pensó en Sixto, de hecho, siquiera lo recordaron nunca más. A partir de ese día el hombre dejó de vivir. Seguía allí, frente a la ventana de su casa, lavando la losa, sin tocar las cucharas, pero su vida había sido borrada de la memoria de todo el cerro, de toda la costa. El mar se había llevado su recuerdo, pero dejando su casa y su cuerpo en paz. Sixto Solar se hacía encima, no comía y bebía agua de la canilla. Respiraba despacio, esa era su tortura. Así pasaron varios años, y Sixto ya no tenía pelo. Lo primero que hizo cuando volvió en sí fue intentar lavar las cucharas, pero la mugre estaba impregnada. Lo segundo que hizo fue buscar la foto de su esposa,aquella que estaba escondida entre la ropa. Cuando por fin encaró la calle miró el mundo sin tocarlo. Y el mundo lo ignoró.