domingo, 20 de junio de 2010

Cuatro


Sixto Solar pasaba los días viviendo del mar, y era pescador. A veces sucedía lo inapropiado, tanto era lo que el mar proveía que podía pasar varios días, y hasta semanas enteras, sin necesidad de ir a pescar. Mientras tuviese que levantarse temprano, preparar sus cosas, y concentrarse en hacer lo que sabía hacer no había problemas. Pero cuando eso no estaba las tardes hermosas se transformaban en la pesadez del aire cargado con ausencias. Se pasaba las horas leyendo libros que no quería leer porque no le gustaban, fumando los cigarros de tabaco,que le hacín doler la cabeza, mirando por la ventana las charlas entre vecinos, sintiéndolas tan lejanas que su interés las rechazaba de plano, pero a su vez aquella falsa sensación de seguridad, aquel estar haciendo algo, aquella soledad amputada, lo tentaba con algunos pensamientos que no quería rechazar. Mientras el mundo se desplegaba a su alrededor sobre importancias que para él nada significaban su silencio devoraba sus horas y sus días haciéndolo cada vez más lejano, cada vez más autista, cada día menos capaz de hablar con las personas que lo rodeaban.
Lo que más lo torturaba era que él tenía su capacidad de habla intacta, incluso enriquecida, día a día, por su naturaleza invasiva, penetrando sin permiso en los mundos mentales de las ficciones que lo rodeaban, reconstruyendo las partes de las historias que no podía ver, aprendiendo a inventar aquello que no estaba allí. A veces, cuando por error humano, tenía que encontrarse con alguien y hablar, lo hacía en un tono tan autoritario, tan seco, y tan correcto, que todas las conversaciones se hacían cortas, lo que había que decir y punto, y luego el camino de regreso a su hogar, a pensar sobre la necesidad irregular de saber disfrutar de una conversación con otra persona. Para Sixto el problema no era la irrelevancia de la conversación, tranquilamente podía disfrutar de lo intracendente, de lo que se pronuncia porque si. Lo que no era capaz de abarcar era aquello del habla muerta, de las palabras que nada intentan que decir, de esas conversaciones en las que sus vecinos querían contarle como les había ido, y lo que había pasado de importante en ese mundo insignificante y carente de toda gracia o belleza. Lo irritaban las personas. Como no necesitaba de nadie para pescar, y vendía mucho de lo que sacaba porque era bueno en lo suyo, y además en el mercado lo respetaban, no sufría necesidades materiales. Pero todo lo demás era una condena insoportable para él.
Su peor hora del día eran las cinco de la tarde, en esos momentos nunca había nada para hacer, no tenia apetito, hacía calor, siquiera encontraba sus pensamientos. Sabía perfectamente que hubiera amado la lectura, o la pintura, incluso la música, pero todo aquello se le tornaba también inaguantable. Algunas veces escribía cosas por los rincones de la casa. Pero nada más que eso, su sentimiento era de saberse inútil e insignificante, y nada tienen para decir los que así son. En algún momento de su vida cuestionó la forma en la que vivían los demás, pero simplemente aceptó que aquello era así, y que él era de otra manera, nunca intentó cambiar, su vida era una especie de tortura sin nombre, sin sentido y sin final. Hasta que un día conoció a Matilde Centurión.
Ella cruzó por el frente de su casa por casualidad, estaba por allí de paseo, y cuando Sixto la vió su respiración y su angustia dejaron de existir. Hasta que ella salió de su vista, y el recordó que aquellas mujeres no eran para él, eran demasiado hermosas y demasiado felices para siquiera intentarlo. De nada serviría estropearla.
Lo que Sixto no pudo imaginar jamás fue lo que ocurrió a continuación. Matilde llegó a la esquina siguiente buscando el mar, y se encontró con un hermoso mirador, y la vista de la costa. Se sentó allí a contemplar, y dejó que el tiempo pase. Mientras miraba intentaba imaginar cuanto cambiaría su vida si aprendía a vivir en un lugar así, si aprendía a disfrutar de aquellos paisajes, de los pequeños sabores, y sobre todo del olor a sal. Matilde era una mujer extraordinaria, de esas que solo existen en este tipo de historias. Ella siempre sabía lo que tenía que hacer, y sabía cómo hacerlo bien. Cuando se levantó de donde estaba sentada y comenzó a caminar por el borde del cerro, mirando siempre para el océano, bordeó el límite del precipicio y el futuro de su historia, hasta que regresó por donde había andado, y se encontró con que estaba en el patio de Sixto Solar. Cuando este la vio en su casa no supo qué hacer, pero encantado por su belleza salió para mirarla más de cerca. Ella lo miró directo a sus ojos, fuertes y llenos de misterio. Usted vive aquí? Si señora. Y a que se dedica? Soy pescador. Matilde era muy consciente de su belleza, y se sabía capaz de hacer lo que quisiese con cualquier hombre, pero en este caso tenía en frente a Sixto Solar, y ella desconocía las consecuencias de lo que estaba por hacer. Se acercó a él sin dejar de mirar sus ojos, lo tomó de la manga de su camisa, lo entró en la casa, lo llevó a la habitación, se sentó en la cama lentamente, lo desnudó primero a él, se sumergió en el sabor de su sexo, se desnudó después ella, y lo amó en el calor de la tarde. Solamente existieron entre ellos esas dos preguntas. Y las ganas de Matilde de vivir mirando el mar.

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