sábado, 19 de junio de 2010

Cinco


Lo primero que Sixto Solar pensó después de que su vida hubiera terminado era que toda su historia debería estar escrita, preferentemente en un solo tiempo verbal. Y que este tiempo debería ser el pasado simple, ya que para él no había nada más simple que el pasado. Fue en ese momento que quiso atravesar un árbol, para saber si era un espíritu, pero nada de eso pasó. El dolor de su cuerpo le recordó que todavía algo de él estaba allí. Se paró frente al negocio de venta de pescados, en el puerto, y ninguno de los que allí estaban le prestaba la más mínima atención. Tomó un poco de comida, y la guardó en el bolsillo de su saco. En su mismísima presencia los pescadores que antes lo respetaban comenzaron a hacer un escándalo. El dueño de aquel puesto del mercado aseguraba que le faltaban, por lo menos, dos de las jaibas grandes, y acusó a todos los presentes de ladrones, generando un principio de pelea, en el cual todos decían que ellos eran honrados, y estaban dispuestos a defender aquella reputación a los golpes si era necesario. El dueño del mercado empujó con su mano derecha a uno que estaba allí, pero que era recién llegado, en clara señal de estar acusándolo por el robo. El caballero, frente al empujón, golpeó sin quererlo a Sixto Solar, que permanecía a sus espaldas, sin la menor de las ganas de devolver las jaibas robadas, que por cierto eran tres. Lo más curioso fue que el caballero en cuestión siquiera notó haber topado con Sixto, y pensó que había chocado con un árbol, que estaba, como mínimo a tres metros de distancia. Se sacó el sombrero y se rascó la cabeza cuando notó aquella distancia insalvable, después miró al mercader y le golpeó fuertemente la mandíbula. Volvió a sacarse el sombrero, se rascó la cabeza y pasó por el costado de Sixto sin saludar, como corresponde hacer cuando no hay nadie allí. Los otros pescadores quedaron encantados con el escándalo, y se dispusieron a hablar mal de aquel caballero, recién llegado, y causante de todos los males del puerto, incluso de la vieja y gastada pintura que tenían todas las embarcaciones era él responsable, bellas como ninguna otra fruta de los verdes prados, de cascadas finas y tardes de otoño.
Sixto le arrancó las patas a las jaibas, las mordió sin hambre, tiró los restos al suelo y se movió lentamente hasta su casa. Los del mercado, cuando encontraron aquella prueba del delito, incistieron en que el nuevo era un degenerado. Antes de llegar, sin poder evitarlo, Sixto se metió en la casa de una de sus vecinas. Estaba sobre la mesa, mirando la televisión, una de las hijas de Mercedes, y el resto de la casa parecía vacía. Sixto entró sin saludar, y sin que aquella incipiente mujer lo notase, subió por la escalera, entró en su cuarto, buscó entre la ropa sucia, y olió una zapatilla usada, la olió por su interior, como correspondía. Cuando se dio cuenta que aquello ya no tenía más sentido para él, porque todo le recordaba a Matilde, se puso a llorar. Dejó el calsado donde lo había encontrado y se marchó dando un fuerte golpe en la puerta que asustó a la niña.
Esa misma noche circuló por todo el cerro el rumor de que había un bandido que podía ser un demonio y todos hicieron cruces de sal debajo de sus camas. Sixto Solar, mientras tanto, tocó la guitarra desafinando todas las notas, pensó en beber, pero no pudo, y se acostó en la cama sin dormir. A medida que la noche crecía sus pensamientos se callaban, y todo a su alrededor tomaba un leve color azul. Se puso un sombrero, para evitar que alguien lo viera, lo dejó sobre su cara. Tuvo miedo de que la muerte viniese a buscarlo, sin darle la oportunidad de soñar con volar.
Mientras esto sucedía las mujeres cocinaban a sus maridos, los repasadores aparecían limpios y a cuadros, las niñas hablaban entre ellas sobre los juegos de la mañana siguiente, los hombres pensaban en irse a dormir y las madres ya limpiaban los platos, sin siquiera darles de comer. Todos a la cama, se escuchaba un grito desde la calle. Aquella noche no habría cena, para ahuyentar a los demonios.
En el patio de Francisco, un hombre siempre dispuesto para usar zapatos, dos caballeros y él trataban de construir con maderas viejas tres casas para perros. Usaban clavos oxidados, y martillos de palo. Los perros, sentados a sus costados, estiraban sus bocas en señal de bostezos, dándoles muestras de los cómodos sueños que tendrían por las noches, sueños de luces tenues, colores brillantes, formas inconsistentes y murallas repletas de alturas, necesarias para descansar sobre la sombra de un mar cada vez más bravo, y menos incomprensible.

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